Una gran decepción sacudió Occidente al ver frustradas las expectativas de reconquistar Jerusalén y la reliquia de la Santa Cruz. Pero en 1198 se confió el mando de la Iglesia a un joven y enérgico papa, Inocencio III de extraordinarias cualidades personales(fue escogido el mismo día del fallecimiento de su antecesor y después de solo 2 votaciones), el cual no tardó en mover los resortes necesarios para organizar una nueva Cruzada y para ello no dudó, ni un momento en movilizar a toda la Cristiandad, para que dicho intento fructificara y que todo el mundo colaborara dentro de sus posibilidades, fuera luchando, económicamente o rezando. No tardó en mandar recolectar dinero para la Cruzada y la novedad fue que los clérigos y monjes se vieron obligados a donar parte de sus emolumentos para esta causa.